Proyecto Nacional y Nueva Ciudadanía

"La educación e instrucción pública son el principio más seguro de la felicidad general y la más sólida base de la libertad de los pueblos."
Simón Bolívar

EDUCACIÓN

Sin duda alguna. Muchas veces el problema de niños en la escuela, el famoso fracaso escolar, se debe a un fracaso tanto de la escuela y de la familia, ese fracaso se deduce en muchas ocasiones en que no pueden acceder a los mecanismos necesarios para llevar una vida digna (desempleo, viviendas precarias etc).
Es necesario reeducar a esta gente, y una de las mejores armas con las que contamos es la educación, ya que a través de la educación podemos cambiar a las personas, asesorarles y mostrarle posibles salidas a su situación.
Todo país debe poner lo máximo de interés en la educación, dé su pueblo, con ella se alcanza todo lo que aspira un ser humano, su libertad en todo sentido y sin ella se hunde en la ignorancia, y le impide su progreso para sí y para su familia. el saber no ocupa lugar. así que no dejéis de aprender nunca.
            La educación es un mecanismo indispensable para la inclusión social, es a través de el que los jóvenes pueden formarse y tener la posibilidad de insertarse en la sociedad a través de un empleo o profesión, es por eso que la educación debe ser libre y gratuita para que todos los sectores sociales puedan acceder a ella. Un niño que no tiene la posibilidad de educarse es un niño excluido de la sociedad, marginado y eso es una injusticia. Por supuesto que ahí no acaban los problemas, la educación además de libre y gratuita debe tener el mismo nivel de excelencia que la privada, porque si no estamos nuevamente frente a una falta de equidad en cuanto a las oportunidades que tienen los niveles altos de la sociedad y los pobres. Educarse es un DERECHO que toda persona debe tener y es un DEBER del estado proporcionar los medios para que este derecho pueda hacerse efectivo.



EDUCACIÓN, VALORES Y COHESIÓN SOCIAL




La nueva etapa del proceso de mundialización está caracterizada por una creciente interacción entre los procesos económicos, sociales, políticos, culturales y ambientales de índole mundial y los de índole nacional o regional; por cambios en la percepción del espacio y del tiempo, consecuencia de la revolución de las comunicaciones y de la información (particularmente por su grado de penetración y su instantaneidad); por una tensión entre lo global y lo local, entre lo homogéneo y lo heterogéneo; por la emergencia de una cultura de la virtualidad; por la acción y reacción de las identidades, a través de la puesta en marcha de una pluralidad de movimientos de auto-definición con base religiosa, nacional, territorial, étnica y de género; y por fuertes tensiones entre la dinámica y el desarrollo de las dimensiones económica y tecnológica frente a las dimensiones política, jurídica, cultural, ambiental y de género.
Al finalizar la década de los 90, más allá de los avances sectoriales, nos encontramos con sociedades más pobres y desiguales. Esta situación se agrava si tenemos en cuenta que en los últimos años se desataron procesos recesivos que colocaron a las sociedades periféricas, valga el ejemplo de América Latina, en situaciones de fragilidad mayor y que en el campo político se reflejaron en el debilitamiento de las bases de legitimidad.
Esta serie de cambios está dejando sus huellas en la dinámica social y política y ha favorecido un aumento de las desigualdades, tanto a nivel global como en el interior de las sociedades.
Están afectando directamente a los modelos hasta ahora vigentes de organización e introduciendo modificaciones de cierta envergadura en la estructura y el funcionamiento de nuestras sociedades.
Entre las consecuencias de dichos cambios debemos destacar la ruptura de los modos tradicionales de integración social. El informe Delors ya advertía en 1996 que “no se puede dejar de observar hoy día en la mayoría de los países del mundo una serie de fenómenos que denotan una crisis aguda del vínculo social”. Entre esos fenómenos cabe mencionar el desarraigo que provocan las migraciones y el rápido abandono del medio rural, la dispersión de las familias, la urbanización desordenada o la ruptura de los modos tradicionales de solidaridad basados en la proximidad. La confluencia de estos fenómenos, se decía en el informe, ha creado una situación en la que asistimos, en términos generales, a “una impugnación, que reviste diversas formas, de los valores integradores”.

El conocimiento y la información son variables claves en la generación y distribución del poder en nuestras sociedades, donde la pugna por concentrar su producción y su apropiación es tan intensa como lo fue históricamente la desarrollada por conseguir los recursos, la fuerza y el dinero.
La sociedad informacional, además de modificar la productividad, la riqueza y las relaciones de poder, genera rupturas en las formas de simbolización y apropiación del espacio local como referencia para la vida colectiva y personal. A la vez que el espacio globalizado moderno - construido según las normas de la ingeniería y la arquitectura urbana- permanece como un territorio con fronteras sólidas, todo el entramado social que alberga esa contextura material y concreta se ve sacudido por el impacto de las tecnologías innovadoras, en tanto que instauran un nuevo marco referencial para el conjunto de la sociedad, con especial significación para los más jóvenes ( Echeverría, 1999).
La revolución tecnológica no puede entenderse entonces como la simple incorporación o acumulación de un mayor número de máquinas, sino como un nueva relación entre los procesos simbólicos que constituyen lo cultural y las formas de producción y distribución de bienes y servicios.
Entre ambos media el conocimiento como una fuerza de producción vital (Castells y Hall, 1994).
Esta nueva forma de producción y distribución de bienes y servicios se corresponde con lo que algunos autores denominan economía informacional (Castells, 1999). En ella, la productividad y la competencia dependen en forma creciente de la generación de nuevos conocimientos y del acceso al procesamiento de la información. De ahí que a partir de 1950 los insumos de la ciencia, la tecnología y la gestión de la información hayan sido decisivos en el incremento de la productividad y actúen como la base material para la integración de los procesos económicos.
En otras palabras, en la sociedad del conocimiento y la información, la mediación de la tecnología dejó de ser algo instrumental para transformarse en estructural. El gran cambio consiste en comprender que “la tecnología remite hoy no a unos aparatos sino a nuevos modos de percepción y de lenguaje, a nuevas sensibilidades y escrituras” (Martín Barbero, 2000).
La nueva economía depende en forma creciente de las innovaciones científicas y sus aplicaciones tecnológicas. Las modalidades de producción tienen un alto valor agregado en términos de conocimiento. Por primera vez en la historia de la humanidad la información y el conocimiento son a la vez el principal insumo y el principal producto.
Pero la velocidad de asimilación de los cambios tecnológicos es proporcional al nivel de acceso al mismo, algo que reproduce y aún amenaza con acrecentar las fuertes asimetrías que se producen en la población mundial. Un gran número de países viven de modo desigual el ingreso a esta nueva sociedad. Las nuevas tecnologías no tienen un crecimiento y una distribución pareja a lo largo y ancho del planeta. Su expansión se produce en el marco de estructuras sociales y productivas consolidadas, que albergan largas tradiciones. Los efectos de su desarrollo se producen e inciden desigualmente en el centro y en la periferia  del sistema mundial.
Esta brecha, por lo tanto, adquiere mayor dimensión cuando corroboramos que, ante la complejidad de los nuevos patrones de organización social y económica y fundamentalmente a partir de las políticas des-reguladoras de los años ochenta y noventa, lejos de generarse más igualdad e integración social, se ha provocado un incremento del malestar y la incertidumbre, un aumento de las desigualdades, una ampliación de los sectores vulnerables y de los excluidos, una disparidad de oportunidades y una inestabilidad laboral cuyo impacto se ha traducido en un acceso desigual a servicios como la educación4, la salud, la protección social, el agua o la electricidad.
Se ha producido lo que Alain Tourraine comentaba en un artículo publicado en el diario El País (agosto 1999): “Hemos abierto nuestras economías; ahora hay que volver a abrir las puertas de la sociedad a todos los que fueron excluidos y arrojados a espacios donde se reúnen la desesperación y la violencia”.
La sociedad del conocimiento y de la información conlleva así el riesgo de una polarización social entre dos modelos de organización del trabajo: el modelo taylorista para tareas más banales y estandarizadas y una organización del trabajo más flexible para quienes desempeñan tareas más cualificadas. Una polarización que se da también entre empleos formales y seguros y una proliferación de empleos periféricos, precarios y subcontratados. Una polarización que se extiende hasta el acceso al conocimiento y a la información, donde los empleos precarizados impiden acceder a ese “aprendizaje a lo largo de toda la vida” que se promueve como centro del nuevo paradigma social. Se conforman de ese modo una serie de barreras que frenan el ritmo de reducción de la pobreza y obstaculizan el desarrollo (Conde y Garrido, 2001).
En este contexto, además, la experiencia de un gran número de países ha venido a desmentir la identificación taxativa del desarrollo con el crecimiento económico, una premisa cuya evidencia parecía estar fuera de toda duda en los inicios de la década de los 90. Más bien, se ha insistido con énfasis en que no sólo el rendimiento económico, sino el desarrollo mismo, dependen del desarrollo social, de la reducción de la desigualdad, de la eliminación de la discriminación y de una serie de factores que exceden el mundo económico.
Los países periféricos tendrán que definir estrategias de desarrollo integrales para insertarse críticamente en el nuevo contexto, contemplando los problemas de inclusión (deuda social) los problemas del presente (deuda externa, privatización, restricción del empleo y gasto público) y los desafíos del futuro (las nuevas tecnologías) Existe consenso en reconocer que en las condiciones que adquieren los estilos de desarrollo emergentes, vinculados fuertemente a la expansión del conocimiento, el papel de la educación es y será cada vez más significativo para garantizar una ciudadanía plena y una integración equitativa en las nuevas sociedades.

En estas nuevas circunstancias, aumentan los riesgos de exclusión social, hasta el punto de que esta realidad ha llegado a suscitar una creciente preocupación. Hay que recordar que la noción de exclusión social nace a raíz de la crisis del Estado de bienestar. Desde las posiciones neoliberales, el
Estado de bienestar se considera un freno para el crecimiento económico, por lo que hay que desmantelarlo o al menos reducirlo drásticamente (Lenkow, et al, 2000). Con su desmantelamiento, la política social pierde sentido, lo que produce que aumenten las desigualdades sociales y la vulnerabilidad corra el riesgo de convertirse en exclusión radical.
Según Ramón Cotarelo, con los sistemas democráticos es muy difícil debilitar los Estados de bienestar. No obstante, el estancamiento al que están sometidos hace que se incremente la demanda por parte de los beneficiarios de la política social, que trata de ayudar a aquellas personas que están comparativamente peor y de recuperar e integrar a los excluidos o marginados sociales (Cotarelo, 1992).
Cuando se produce este aumento de la demanda y el Estado no puede darle respuesta, se crea un problema (asociado a una población) susceptible de ser gestionado. Es entonces cuando la exclusión se convierte en categoría de políticas públicas, ya que incluye a la vez una dimensión cognitiva, relativa a la problematización de lo social, y una dimensión de acción, de actuación sobre lo social (Autes, 2000).
Así pues, las dificultades de integración y los riesgos de precarización afectan sensiblemente a ciertos colectivos, mientras que por otro lado también aumenta la sensación de inseguridad y vulnerabilidad en todo el cuerpo social (López Hernández, 1999). Desde este punto de vista, la exclusión se desplaza hacia sectores centrales de la sociedad, produciéndose una modificación en la estructura de la misma. Lo importante hoy en día no es tanto su posición de jerarquía sino su centralidad.
De acuerdo con esta evolución, el concepto de exclusión se desliga del de pobreza a principios de los años noventa designando una nueva forma de problematizar la cuestión social. Los cambios producidos a nivel estructural desplazan el debate hacia el concepto de exclusión, que engloba la pobreza pero va más allá en tanto que designa la dificultad para el desarrollo personal, la inserción sociocomunitaria y el acceso a los sistemas preestablecidos de protección (Brugué et al, 2001)
La mayoría de autores coinciden en que la exclusión es un fenómeno social estructural, dinámico, multifactorial y politizable. Estructural, ya que hace referencia a las desigualdades sociales a través de la historia; dinámico, en cuanto a su carácter cambiante respecto a personas y colectivos sociales; multifactorial, porque es debido a un cúmulo de circunstancias desfavorables e interrelacionadas; y politizable porque es abordable desde las políticas públicas
o sociales